Los alfareros de Panahua

Nota de prensa

23 de julio de 2021 - 10:52 p. m.

Llamas para quemar la arcilla. Llamas para transportar los cántaros, cuando están listos, y llevarlos a las comunidades más cercanas para intercambiarlos por alimentos. Llamas al interior de una pareja de esposos para trabajar juntos con amor. Esta es la historia de Silverio y Balvina, habitantes del centro poblado de Panahua, distrito de Orcopampa, provincia de Castilla, Arequipa. Dicen que en su pueblo ya pocos practican la alfarería, que ahora prefieren los recipientes de plástico a las zunas, vasijas tipo olla con boca ancha. Pero no bajan la guardia. En el marco de Saberes Productivos transmiten su arte a otros adultos mayores y a las nuevas generaciones. 
 
La comida para el viaje que su madre le había preparado iba dentro de una bolsa de tela amarrada en unas de las llamas, ataviadas con máscaras y pecheras tejidas con hilos de distintos colores. La llama que llevaba la comida de Silverio, era la que guiaría a las otras diez que cargaban los cántaros de barro. La noche anterior, los pobladores de la comunidad de Panahua, le habían dedicado a Silverio una serie de ritos, que incluían baños de florecimientos y canciones al son de la tinya. Y ahora se encontraba en la entrada del pueblo, listo para partir a su primera misión. Su destino era el valle de Cabanaconde. Debía intercambiar los cántaros de barro por alimentos. Normalmente, era su padre el que hacía estos viajes de trueque. Pero su padre había muerto. Era el primer viaje que hacía para “buscar la vida”, como decían los habitantes de Panahua. Tenía 18 años. 
 
Silverio Aucahuaqui Huamani nació hace 75 años en Wichaypanahua, centro poblado de Panahua, distrito de Orcopampa, provincia de Castilla, Arequipa, a más de 4,200 metros sobre el nivel del mar. “Desde niño, he visto cómo mis padres, Gerónimo y Vicenta, se dedicaban al trabajo de alfarería y a la crianza de llamas. Traían tierra de diferentes colores de lugares alejados. Mi madre, por las noches, molía la tierra en un batán de piedra; mi padre, preparaba el barro y moldeaba las zunas –vasijas tipo olla con boca ancha–, o las chombas –cántaros– de diferentes tamaños, para almacenar la chicha. Por las noches encendían una fogata con la bosta de la llama y quemaban sus productos del día; el acabado quedaba muy hermoso; luego ponían los cántaros en una habitación; días después eran llevados por las llamas en el viaje de trueques. Mi padre siempre regresaba de esos viajes, con muchos alimentos, hasta fruta traía, y a veces algún juguete para mí o mis hermanos”, recuerda Silverio. 
 
A los 22 años se casó con doña Balvina, con quien tuvo tres hijos. Silverio aprendió a tocar la flauta de carnaval, llamada Pinkullo, y la flauta pequeña para las fiestas religiosas. Cuando sus hijos crecieron, los acompañaban en las celebraciones, donde se bailaba la danza del “llamerito”, reconocida como Patrimonio Cultural de la Nación, y que representa la manera en que la comunidad participa del trueque con otros pueblos, donde la llama es el principal medio para transportar la carga.
 
Con los años, Silverio y Balvina hicieron un sólido equipo. No solo trabajaban juntos la arcilla –Doña Balvina se preocupaba mucho por los acabados de las obras, los hacía con mucha delicadeza–, sino que en ocasiones también viajaban juntos a las comunidades aledañas, seguidos de una decena de llamas, cargando zunas y chombas de distintos tamaños. “En el camino ella cocinaba, me ayudaba a arrear las llamas y cuando llegábamos a los pueblos ofrecía su trabajo de tejedora, a cambio recibía alimentos o un poco de platita; yo alquilaba mis llamas para el traslado de la cosecha de las chacras a las casas. Así trabajábamos juntos”, recuerda Silverio. 
 
Hoy, Silverio y Balvina siguen viviendo en el pueblo de Panahua, a pesar de que gran parte de la población de antaño haya migrado a la capital de Orcopampa. “Ya muy pocos trabajan en la alfarería, prefieren el plástico a la cerámica… A veces nos hacen un pedido, pero ya no es tan fácil conseguir las tierras de los colores apropiados, ahora son escasas; y en las comunidades donde existe el recurso ya no lo quieren compartir con otras comunidades, como antes se hacía. Pero la vida sigue. Y nosotros estamos muy agradecidos con Pensión 65, nos ayuda a cubrir nuestras necesidades básicas, y a poder seguir cuidando a nuestro nieto con discapacidad mental. Las reuniones de Saberes Productivos son una alegría para nosotros; ahí compartimos nuestros conocimientos con otros adultos mayores”.