El compartir de los cumpas

Nota Informativa
Relato recogido en Canchaque
Historias de Canchaque

Fotos: Municipalidad Distrital de Canchaque

Municipalidad Distrital de Canchaque

12 de julio de 2025 - 8:50 p. m.

Quién lo diría…
En este rincón escondido, custodiado por cerros susurrantes y quebradas bordadas de magia antigua, hallaría —como quien tropieza con un secreto dormido en el tiempo— aquello que tanto había buscado sin saberlo: la paz que no hace ruido, el calor humano que abrasa, y ese vínculo misterioso y sagrado que los antiguos llamaban amistad.

Entre cerros y encantos invisibles, encontré la ternura callada de una amistad verdadera, el cariño profundo de un pueblo que acoge sin condiciones, que extiende la mano sin preguntar por tu pasado… porque les basta mirar a través de tus ojos para entender lo que tu alma guarda en silencio.

Aquella tarde de abril quedó grabada en mi memoria como un canto tibio de la sierra Alto Piurana, un susurro de eternidad en medio del tiempo que todo lo gasta.

Desde la ventana de aquel modesto pero cogedor cuartito que me ofrecía cobijo, el profe Joaquín —con esa voz suya, siempre cargada de entusiasmo entrañable y nobleza de campo— me lanzó la invitación como quien lanza una cuerda al alma:

—¡Cumpita Enrique! ¿Qué hace allí encerrado como chuncho asustado? ¡Véngase! Ha regresado Jacinto “El Quinde” después de años, y nos espera una tarde de compartir en la chacrita de don Justo. Hay tamalitos, choclitos sancochados y quesito serrano… ¡hasta gallinita guisada! Cornelio viene de la ciudad con unas caballitas salpresas.

Respondí al llamado no sólo con los pies, sino con el corazón abierto, como quien atiende el eco de algo profundo que le llama desde adentro.

Caminamos por senderos que parecían tejidos con neblinas perfumadas y cielo recién nacido. Cada paso era un reencuentro con la tierra, cada curva del camino un verso no dicho.
La chacra nos recibió como se recibe a los que regresan del largo olvido: viva, palpitante.

Los maizales crujían al paso como si conversaran entre ellos, el aire olía a leña, a tierra mojada, a hogar.

Y allí, como si el tiempo hubiese aprendido a esperar con el alma en vela, nos aguardaba la cabañita de quincha: humilde, tibia, palpitante como el abrazo de una madre que nunca dejó de amar, ni siquiera en la distancia.

Dentro, sobre aquel fogón improvisado, don Justo y su esposa custodiaban la olla de tamales como si atizaran el fuego de los recuerdos, envueltos en esas pangas de maíz, donde hervía el tiempo mismo.

La cocina era un altar doméstico donde el humo subía como plegaria, y el maíz se volvía memoria viva.

Y entonces apareció él…

Jacinto “El Quinde”, el cantor de las ausencias, el hijo pródigo de la tristeza hecha canción, el hombre cuya voz había sido eco de los que se van, pero nunca se olvidan.

Su canto, antaño, había hecho suspirar al Perú entero. Una voz que venía del amanecer serrano, templada por la bruma y el quebranto.

Hoy, sin embargo, no cantaba… reía.

Reía con esa inocencia que sólo germina donde la tierra te reconoce, como si la risa fuera también una forma de volver a nacer.

Era el mismo —sí—, pero transfigurado por la luz del reencuentro: reía como un niño descalzo que vuelve al patio de su infancia, entre el gordo Rogelio y los demás, entre miradas que no juzgan, sólo abrazan.

Parecía que la nostalgia, al fin, había derramado su última lágrima y se había rendido ante la alegría sin explicación.

En su risa vibraba una añoranza redimida, como si todos los silencios del exilio hubieran sido absueltos por el abrazo de la tierra que no olvida.

Reía con la paz serena de quien ha caminado entre sombras y ha hallado luz en los ojos de los que aún lo esperan.

El tiempo —ese viejo terco y testarudo que nunca perdona— parecía haber inclinado la cabeza, rendido ante la ternura invencible de los afectos sembrados en suelo noble.
Y aunque sus ojos brillaban con el fulgor del reencuentro, aún guardaban el temblor profundo del que ha cantado demasiadas veces al abandono, al adiós sin regreso, al amor no correspondido.

Aun así, en su mirada persistía una fe callada, una esperanza que no claudica…

como una melodía secreta que, aunque nadie la escuche, continúa brotando —obstinada y hermosa— en lo más hondo del alma.

El calentado —sagrado brebaje de hierbas aromáticas, frutos y aguardiente— comenzó a girar entre nuestras manos como un pequeño sol terrestre, tibio y ritual.

Cada sorbo era un puente tendido hacia lo que fuimos, hacia los que ya no están, hacia las voces que aún nos habitan.

Lo pasábamos con cuidado, casi con reverencia, como si en él se disolvieran secretos antiguos, penas que no se nombran, alegrías que sobreviven al tiempo.

El sol, en su despedida lenta, bordaba el cielo con hilos de sombra y fuego, tiñendo nuestros rostros con una luz que parecía venida de otro mundo.

Todo el paisaje se volvió un retablo vivo: la chacra, el humo, los rostros iluminados…

La tarde entera parecía querer quedarse a compartir con nosotros.

Y en medio de aquel instante suspendido entre la canción y el silencio, entre el trago y la mirada, sentí —con una certeza que no se explica— que la tristeza del mundo se hacía más leve, simplemente por estar allí, entre ellos, en esa casa sin lujos ni techos amplios, pero colmada de alma.

Porque en ese aire tibio de comunidad y memoria, la tarde se volvió ceremonia.

No era una simple tertulia:

Era una misa laica del espíritu andino, sin templo ni altar, donde el fuego era oración, el maíz comunión, y la música… redención. Donde la memoria nos hermanaba, el alimento nos unía, y el silencio nos abrazaba.

Allí supe, sin saber cómo, que pertenecíamos a este mundo mágico y ancestral.

Que el tiempo —por una vez— no nos estaba alejando, sino juntando.

Que la tierra, generosa como siempre, nos había guardado intactos en alguna de sus hondas raíces, esperando este regreso sin fecha.

Fue entonces que me aparté, casi sin pensarlo, del bullicio dulce de los amigos, buscando el murmullo hondo de la noche.

Caminé unos pasos, como guiado por un llamado interior, y me senté en una piedra aún tibia por el sol, una piedra que parecía guardar, en su silencio, los últimos suspiros del día.
Desde allí, contemplé la cabañita iluminada por la luz trémula de los candiles, que parecían estrellas encendidas dentro de la tierra.

Las risas seguían llegando hasta mi, flotando en el aire como ecos sagrados, como voces antiguas que no se resignan al olvido.

Oía sus voces… pero era mi alma, la que en silencio, comenzaba a hablar.

¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Qué ruta invisible me trajo de regreso a esta raíz dormida, a este umbral de mí mismo?

No lo supe entonces.

Ni lo sé ahora con certeza.

Pero algo —algo profundo— se quebró y se reconstruyó al mismo tiempo dentro de mí.

Como si una grieta secreta en mi pecho se hubiese abierto para dejar entrar la luz.

En el humo que subía del fogón, en el aroma dulce del maíz cocido, en la guitarra que rasgaba el aire como un suspiro de los cerros, yo había encontrado lo que tanto me faltaba: una certeza sin nombre, una pertenencia sin condiciones, un hogar sin llaves ni paredes.

Y comprendí, con esa claridad que sólo la montaña puede dar cuando uno calla, que no todos los reencuentros son con personas.

A veces, uno se reencuentra consigo mismo, en el reflejo cálido de los otros.

Recordé mis años en la ciudad:

Días llenos de gente, pero vacíos de miradas.

Tardes apuradas, sin tamales, sin cumpas, sin canciones que sanen.

Y esa noche —bajo un cielo preñado de estrellas campesinas— yo era otro.

O quizás, por fin, era el mismo de siempre.

Aquel que nunca debí dejar atrás.

Volví a integrarme al grupo mientras el fogón resplandecía entre las sombras, como un corazón latiendo en mitad de la noche.

Las miradas me recibieron sin palabras, como se recibe a quien vuelve de un viaje hacia dentro.

Jacinto, con su guitarra de lealtad antigua, entonó una huaynada que hablaba de caminos rotos y corazones que aún saben esperar.

Su voz —ronca y dulce a la vez— tenía el eco de los patios abandonados, de las cartas no leídas, del polvo que guarda los pasos de quienes partieron.

—Esta la compuse en una pensión de Breña, cuando los días me dolían más que la espalda —dijo, y todos guardamos silencio como quien escucha una confesión sagrada.

El gordo Rogelio, entre trago y trago, soltó una carcajada y desempolvó anécdotas de la secundaria, de cuando Jacinto aún no cantaba, sino recitaba sus amores en papel de cuaderno con tinta azul.

—¡Quién imaginaría que aquel flaquito haría suspirar a las limeñas con sus cantares! —exclamó, levantando el vaso como quien alza una copa en honor a los amores que no se olvidan.

Las risas brotaron como agua fresca, limpiando las heridas sin tocarlas.

Don Justo, con la mirada sabia de los que han visto la vida sin apuro, sólo asentía en silencio, y doña Luz nos observaba con una ternura antigua, como si fuésemos sus hijos regresando de una guerra sin nombre.

La noche avanzaba con ese paso digno y sereno que sólo tienen los recuerdos verdaderos.
Y allí, entre cuentos salpicados de picardía, tragos ceremoniales, guitarras que lloraban sin tristeza y miradas que cobijaban sin juzgar, comprendí algo que no se aprende en libros ni se enseña en aulas:

Que en Canchaque, las visitas no son simples encuentros.

Son actos sagrados.

Son liturgias del alma campesina, donde el fogón es altar, el maíz es plegaria, y la risa —aunque rota— es un himno de esperanza.

Porque en esta tierra que guarda el tiempo entre sus montañas y perfuma el viento con memoria, el afecto no se pide, se entrega.

Y los forasteros no son extraños, sino hijos recién despertados del olvido.

Yo, que llegué con el alma errante y los pasos cansados, fui acogido como un hijo más por esta tierra hermosa y mística, que no necesita sangre ni papeles para reconocerte, sino tan solo el fulgor sincero de tu mirada.

Y supe, sin palabras, que había regresado.

No sólo a un lugar…

Sino a mí mismo.

Y en ese instante silencioso, bajo el cielo místico de Canchaque, comprendí que el verdadero hogar no siempre se hereda: a veces se encuentra… cuando uno vuelve a su esencia.