Don Marcelino Ramírez Adriano y el secreto del aguardiente
Nota de prensaUn referente cultural del Alto Piura, maestro del aguardiente y guardián de las tradiciones ancestrales

Fotos: Municipalidad Distrital de Canchaque
5 de julio de 2025 - 3:23 a. m.
En el corazón de la sierra alto piurana, donde la neblina besa la cima de los cerros y las quebradas murmuran secretos antiguos, nació un hombre cuyo destino parecía escrito en las vetas de la caña y en los susurros del viento. Su nombre: Marcelino Ramírez Adriano, aunque los lugareños lo reconocen como “Ussh p…”, un sobrenombre coloquial en el lenguaje de los sabios del arte popular.
Nació un 26 de abril de 1934, en el hermoso y frío caserío de La Paccha, tierra fecunda que parió agricultores y soñadores. Hijo de Julia Adriano Facundo y Francisco Ramírez Facundo. Fue desde pequeño hombre de lampa y machete, forjado en la dureza del surco y la ternura de la comunidad.
Pero Marcelino no fue un hombre común. En su pecho latía el espíritu de los antiguos, y en sus manos, el poder de transformar lo cotidiano en sagrado. Con mirada silenciosa y paso firme, donó tierras para fundar el barrio San Martín, donde aún respiran las voces de quienes construyeron con él, “El Chorrito de San Martín”, una fuente que no es solo agua, si no un altar líquido donde el pueblo se purifica, donde la tierra regala su bendición.
Y en cada gota que brota de esa vertiente mágica, como si de un milagro se tratara, parece oírse su nombre, mezclado con los de Francisco Peña, Matildo Facundo, Simeón Zurita e Hipólito Cruz quienes, junto a él, invocaron con arena, piedra y fe, un manantial que aún canta.
En 1982, fundó el Club Deportivo San Martín, convencido de que el espíritu también se alimenta de pasión y juego. En la cancha, como en el campo o el alambique, la entrega fue total, y aunque el equipo desapareció con el tiempo, su eco aún retumba en los cerros cuando los niños corren tras un balón al atardecer.
Pero fue en el arte del aguardiente donde Marcelino se volvió leyenda. Desde los 25 años, se convirtió en guardián del fuego y la caña, maestro del alambique, heredero de un saber ancestral que no se aprende en libros, sino en la humedad del cañaveral y en el silencio de la madrugada.
Porque en el Alto Piura, el aguardiente no es solo licor. Es sangre de la tierra, néctar de los dioses, ofrenda para los Apus y los muertos. Su valor no está solo en su ardor, sino en su ritual. Hasta hoy, los ancianos —y también los sabios jóvenes— escupen o rocían aguardiente al suelo antes de beber, en señal de respeto, de gratitud y comunión. Es un pago a la Pachamama, una súplica y un vínculo invisible que une a los hombres con los cerros, con su misticidad y con sus antepasados. Cada gota derramada es una oración líquida, una promesa renovada de cuidar lo que se ha heredado.
Marcelino fue más que un destilador, fue un maestro del aguardiente, un catador de espíritus, un hombre que supo dialogar con la caña hasta arrancarle su alma embriagante, destilando sueños y memorias. Trabajó en alambiques de renombre, con Aurora Ramírez, Teobaldo Vásquez y Miguel Ciccia Vásquez, con quien destiló no solo litros de este néctar sagrado, sino leyendas embotelladas, elevando la producción a un arte que sólo quien ha vivido entre cañaverales, lunas y silencios puede entender.
A ese místico licor vendito llamado aguardiente don Marcelino no solo lo producía. Lo comprendía, lo leía, lo sentía. Tenía el alma y el paladar sintonizados con la naturaleza profunda del aguardiente. Era —y es— un catador nato, tan preciso en su arte que en más de una ocasión fue retado por curiosos y escépticos a determinar el grado exacto de alcohol de una muestra, y con solo olerlo, mirarlo y saborearlo, respondía con asombrosa exactitud, como si el aguardiente le hablara directamente al corazón y al alma.
Ese don no se enseña, con él se nace. Era como si la caña lo reconociera como su propio hijo, y en cada gota le revelara sus secretos.
Hoy, con 91 años, don Marcelino sueña con un pequeño destiladero. No para enriquecerse, sino para enseñar a las nuevas generaciones, ese antiguo arte de la caña, el respeto por la tierra, y la misticidad de una bebida que consagra y une. Sueña con formar discípulos que no solo sepan hervir el guarapo, sino que comprendan que el aguardiente no es vicio, es cultura; no es pecado, es herencia y entiendan que en cada gota se encuentra contenida la esencia misma del alma del pueblo alto piurano.
Algunos lo llaman “Mashelo”, y quienes han compartido un trago con él, saben que no es sólo un hombre, sino una leyenda viva. Una encarnación del espíritu alto piurano, un sabio que con cada sorbo conecta el presente con el pasado, el cuerpo con la misticidad de las montañas, el hombre con el misterio.
Porque mientras el Chorrito de San Martín siga brotando, mientras en algún rincón alguien active su trapiche y encienda fuego, o mientras haya alguien que, alzando un vaso, derrame unas gotas al suelo y mire al cielo en señal de gratitud, el nombre de Marcelino Ramírez Adriano seguirá vivo... No en mármoles ni monumentos, sino en cada gota que quema y cura, en cada historia contada al calor del alambique, en cada corazón que sabe que el aguardiente también es cultura y alma andina.