El vuelo del picaflor

Nota de prensa
Relato inspirado en la sierra de Canchaque
Recopilando historias

Fotos: Municipalidad Distrital de Canchaque

Municipalidad Distrital de Canchaque

16 de mayo de 2025 - 5:18 p. m.

I. Donde el silencio amamanta y el dolor hereda

En los confines más olvidados del alto Piura, donde la sierra se vuelve una herida verde que sangra neblina, nació Jacinto. Nadie lo anunció con campanas, ni hubo pañales nuevos ni cantos de cuna. Nació con el silencio áspero del adobe viejo, con la humedad del amanecer metida en los huesos y una promesa de soledad tatuada en la frente. Su primer llanto solo lo oyó su madre —una muchacha con el alma remendada a fuerza de jornadas largas y silencios hondos—, pero no por mucho tiempo. Pronto, la necesidad le arrebató el privilegio de arrullarlo. No hubo tregua para el amor materno en un mundo donde la pobreza no da respiro: tuvo que dejarlo al cuidado de los abuelos, esos viejos de manos agrietadas no solo por el frío y los años, sino por haber cargado en silencio demasiadas ausencias, demasiados adioses sin regreso, para salir a ganarse el pan, descalza de ilusiones, bajo el peso de un destino que no eligió.

Su padre, en cambio, fue como un soplo de viento en la madrugada: fugaz, invisible, ajeno. Así como llegó —con palabras suaves que prometían abrigo—, se deshizo en la bruma sin dejar rastro. Ni una foto, ni un nombre claro, ni un gesto que pudiera recordarlo. Solo un vacío, una sombra larga en la historia de Jacinto, como si el abandono también pudiera heredarse. Fue la tierra, maternal y sabia, quien lo recogió tibio y morado, y se lo entregó a los abuelos como se entrega una flor última en el desierto: frágil, solitaria, con el alma envuelta en la promesa de resistir.

Jacinto tenía los ojos como pozos viejos del alma: oscuros, infinitos, cargados de silencios que nadie le enseñó a nombrar. Parecían haber llorado antes de abrirse al mundo, como si en ellos habitara el recuerdo de un dolor que no era suyo, pero que igual dolía. En su mirada vivían el hambre, la muerte y esa esperanza terca que se muerde la cola para no rendirse. Era como si hubiese nacido con la tristeza ya aprendida, y aun así, decidiera seguir mirando..

Para esa época, Canchaque no era un lugar, era un tiempo detenido: casas de barro con techos vencidos por la lluvia, niños que aprendían a leer con el polvo y el machete, mujeres que tejían mantas con la misma paciencia con que esperaban a los hombres que se iban y no volvían. En ese rincón del mundo, las estaciones eran una lucha más: el invierno no era frío, era castigo; el verano, una tregua corta para sembrar y rezar.

A los cinco años, Jacinto ya sabía que el pan era un lujo y que los abrazos escaseaban. Dormía sobre una tarima hecha de guayaquil y un colchón de paja viejo, entre trapos heredados y olor a humo, al lado de sus abuelos. Don Severino, su abuelo, tenía las manos como raíces de guayacán: duras, torcidas, vivas. Había trabajado la tierra desde niño, sin más instrucción que la que dan la luna, la lluvia y el callo. Pero en él vivía otro saber, más antiguo y más callado. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras tenían el peso de los siglos. Sabía curar con hojas, leer el viento, conversar con los muertos. Los cerros lo respetaban, y los animales no huían de él. Era un mishka, un hombre-puente entre el mundo visible y el invisible.

Jacinto, sin saberlo, empezó a heredar más que la pobreza. Heredó el silencio ritual, la mirada que atraviesa la niebla, la ternura que no se dice. Pero también heredó el hambre. No solo la del estómago, sino la del alma: ese hueco sin nombre que solo conocen los que han amado sin ser amados.

Su abuela, Mamá Teodora, era la ternura que resistía. Pequeña, encorvada, con la voz siempre cantando algo —un yaraví, un lamento, un rezo disfrazado de canción—. Ella lo vestía con trapos limpios, lo peinaba con el hueso de un peine partido, y le contaba cuentos en las noches de trueno: historias de lagunas encantadas, de animales que se convertían en hombres y de hombres que se convertían en animales, de picaflores que venían del más allá para llevarse el alma buena de los que amaban de verdad.

En uno de esos cuentos, Jacinto escuchó por primera vez la palabra “volar”, y la guardó como quien guarda una semilla en el pecho.



II. El canto que nace donde la vida se rompe

A los seis años, Jacinto ya bajaba solo al río con la burrita mora. Llevaba dos cántaros vacíos y el corazón lleno de preguntas. El camino era un sendero de espinas y fango, donde los pies se hacían cuero y la fe se hacía músculo. En cada bajada, sentía que el mundo era una cuesta interminable, que siempre había que ir cuesta abajo para subir un poco en la vida.

Una mañana, mientras llenaba el primer cántaro, escuchó una melodía extraña. No venía del viento ni del agua: era suya. Un murmullo involuntario, un quejido afinado, una especie de rezo cantado. Y mientras lo repetía, algo en su pecho se abrió como si allí dentro hubiera un pájaro atrapado desde siempre.

Cantó. Sin saber qué cantaba, sin letra, sin escuela, sin permiso. Cantó como canta la tierra cuando la acaricia la lluvia después de meses de sequía. Cantó como un lamento que no busca consuelo, sino testigo.

Cuando regresó, su abuelo lo escuchó desde lejos. No dijo nada. Solo lo miró con esos ojos suyos, llenos de barro y misterio, y le palmeó la cabeza como quien reconoce una señal divina.

—Tienes el zumbido del picaflor en la garganta, muchacho —le dijo esa noche, mientras la abuela preparaba sopa de alverjas con un poco de cuero seco de chancho—. No todos lo oyen. Pero los cerros, sí. Ellos saben cuándo un niño ha sido tocado por el viento.

Desde ese día, Jacinto cantó para sí mismo. En la chacra, entre maizales que silbaban, mientras espantaba cuyes de la cocina o cuando acompañaba al abuelo a pastear a aquella burrita mora o a recoger ramitas de Mishsa para una mesada. Su voz no era fuerte, pero tenía una dulzura que traspasaba la piel, como si supiera por dónde entra el dolor en los otros.

El pueblo comenzó a notarlo. Primero, las viejas que vendían yerbas en la plaza lo miraban con ojos de madre. Luego, los hombres que bebían cañazo en las mingas de fin de semana lo llamaban “el niño que canta bonito”. Finalmente, su amigo Juan —el “Pichón”, el que había aprendido a leer con él bajo la sombra de un higuerón— le dijo una tarde:

—Tú no vas a quedarte aquí, Jacinto. Tú tienes alas en la voz.

Jacinto sonrió, tímido, y le pasó un pedazo de tortilla algo dura. Se miraron como solo se miran los niños que se han salvado mutuamente del silencio.

Los años pasaron como pasa el polvo por los caminos de tierra: sin hacer ruido, pero dejando huellas. Jacinto creció en cuerpo, pero su alma seguía siendo esa ave que canta en la orilla de lo invisible. Su madre llegaba a verlo de vez en cuando, cuando el trabajo y el tiempo se lo otorgaba. Su padre, cuando apareció, fue solo una silueta torpe que le extendió una mano temblorosa en la feria del pueblo y luego se desvaneció entre la multitud como se esfuma un mal recuerdo.

Pero su canto —ah, su canto— se volvía cada vez más claro. Participó en el colegio en actos patrióticos, donde su voz era más recordada que el himno. Luego en festivales comunales, donde por primera vez lo aplaudieron de pie. Y después, en fiestas patronales, donde los forasteros se quedaban en silencio, vencidos por esa voz de niño-hombre que parecía venir desde las entrañas mismas de la montaña.

Así fue como nació “El Quinde”. No se lo puso él. Se lo puso el pueblo.

—Como el picaflor —decían—. Ligero, difícil de atrapar, siempre entre flores.

Y Jacinto, sin saber cómo ni cuándo, comenzó a volar.



III. Cuando el canto se vuelve camino

No hay alas sin viento. Y el viento que empujó a Jacinto fue el mismo que arrastró a miles fuera de su tierra: el hambre. En los años de sequía, cuando los campos morían antes de parir y los ríos bajaban con más piedras que agua, muchas familias se fueron. Bajaron de los cerros a la costa, de la costa a la capital, de la capital a la intemperie. Jacinto los veía partir con atados en la espalda, niños dormidos sobre costales, gallinas colgadas en los camiones y los ojos llenos de no saber qué viene.

Él no se fue. Pero su voz sí.

Un día, un maestro recién llegado, con ideas revolucionarias y un grabador viejo, lo escuchó cantar en el aula. Le pidió repetir una copla de yaraví y lo grabó. “Esto tiene que salir del pueblo”, dijo. “Esto es alma pura.” Y esa grabación, empolvada, viajó de mano en mano hasta llegar a una radio regional de Piura, donde alguien la puso sin anunciarla, y la gente llamó llorando: “¿Quién canta ese dolor?”

Así comenzó la segunda vida de Jacinto: la vida del artista.

Pero no era una vida de luces. Era una vida de buses polvorientos, de dormir sobre sillas, de cantar con el estómago vacío y la voz hinchada de polvo. Se unió primero a una pequeña orquesta de músicos que tocaban en bodas, velorios y patronales. Viajaban con sus instrumentos en costales y sus sueños en la espalda. Él era el más joven, pero también el más callado.

En cada lugar donde llegaban, le pedían “ese canto tuyo que parece rezar”. Y Jacinto lo daba. Porque sabía que en su voz no solo viajaba él, sino los que se habían quedado atrás: el abuelo Severino, la abuela Teodora, Juan, los niños del colegio con zapatos rotos, las mujeres que tejían mientras lloraban, los viejos que hablaban con los cerros.

Cada vez que subía a un escenario improvisado —una tarima de madera coja, un micrófono robado al eco—, cerraba los ojos. Y al abrir la boca, no era él quien cantaba. Era Canchaque. Era la sierra. Era la historia muda de su gente hecha susurro.

Y la gente lloraba. Lloraba como si alguien les hubiese devuelto algo que creían perdido. Como si esas notas agudas, limpias, quebradas de nostalgia, les recordaran que alguna vez, cuando eran niños, también soñaron con volar.

Pero no todo era aplauso. También vino la burla. En Sullana, un presentador de televisión local lo llamó “el jovencito de las montañas” y se rió de su vestimenta colorida. En Lima, alguien del jurado de un festival le preguntó si sabía lo que era un tono musical, como si no se pudiera tener oído sin saber teoría. Y más de una vez le sugirieron que se “modernizara”, que dejara el ritmo sanjuanero y cantara cumbia moderna o pop.

Jacinto no respondió. Pero cada vez que lo herían, cantaba mejor. Como si el dolor afilara su garganta. Como si cada injusticia le diera una nota nueva, más pura, más rota, más suya.

Su mejor refugio y leal amigo, seguía siendo Juan. Se comunicaban cada vez que podían. Juan le contaba del pueblo, de la abuela que seguía esperando, del abuelo que ya no salía de casa. Y Jacinto le respondía con canciones. A veces, le enviaba cassettes grabados con su voz:

—“Para ti, hermano mío. Donde estés, que esto te abrace.”

Y al oírlo, Juan se transportaba, a aquellos años de infancia ingenua entre pastizales y montañas.

IV. Promesas que florecen tarde

El tiempo, ese animal sin patas que devora sin ruido, seguía su paso. Jacinto comenzaba a ser conocido más allá del Alto Piura. Su voz era pedida en grandes conciertos, sus canciones eran pirateadas en cassettes anónimos que circulaban por ferias y mercados, y algunos locutores decían su nombre con solemnidad, como si anunciaran un milagro del pueblo.

Pero él no olvidaba.

Volvía a Canchaque cada vez que podía. Bajaba del bus polvoriento con la misma ropa de siempre, sin gafas oscuras ni poses de artista. Lo esperaban en la plaza los viejos vecinos, las tías lejanas, los niños nuevos que ya cantaban sus temas sin saber que era él quien los escribió.

Y en lo alto, en la casa de adobe del barrio San Martin, lo esperaba ella: Mamá Teodora.

—¡Mi cantor ha vuelto! —decía con una sonrisa de apenas dos dientes, mientras le servía su caldo de gallina—. ¡Mi picaflor regresa al nido!

En esas visitas, Jacinto se transformaba. No era el artista. Era el nieto. El niño de pies descalzos que dormía escuchando cuentos de lagunas encantadas. Y junto al fuego, con el abuelo ya medio ciego, solían quedarse en silencio largo rato. Como si hablar fuera romper algo sagrado.

—Abuelo —dijo una noche—, yo quiero hacerle una casa bonita a la abuela. Con su cocina grande, con ventanas, con jardín.

Don Severino no respondió de inmediato. Tomó su mate de lanche, lo sorbió despacio, y luego murmuró:

—No hagas promesas al viento, muchacho. Que el viento se las lleva. Hazlas a la tierra. Ella sí espera.

Jacinto cavó esa frase en su pecho como quien siembra una semilla. Y comenzó a ahorrar. No para comprarse ropa nueva, ni instrumentos modernos. Sino para cumplir esa promesa. La casa soñada. La que tendría rosales en la entrada, orquídeas en los muros, y un horno para que la abuela hornee pan sin tener que soplar ceniza.

Pero la muerte es impuntual y traicionera. Llega cuando uno está lejos, cuando el corazón no lo presiente. Llega sin permiso, sin tocar la puerta.

La abuela Teodora murió una madrugada fría de julio, mientras cocía una mazamorra para esperarlo. Fue rápida, dijo el médico. Solo un suspiro largo, y se fue. Se fue como se van las cosas sagradas: en silencio, sin despedirse, dejando el aire más pesado y los rincones más grandes.

Jacinto llegó al día siguiente. Subió corriendo por la trocha, con los ojos rotos, con la voz hecha nudo. Y al verla allí, vestida de blanco, con las manos cruzadas y el rostro en paz, algo en él también murió.

No cantó en el velorio. No habló en la misa. Solo se arrodilló junto a la caja, acarició sus pies cubiertos por la manta tejida, y dijo:

—Perdóname por llegar tarde, mamá vieja. La casa que soñé contigo la voy a levantar. Aunque ya no estés para verla.

Ese mismo año, con el dinero de sus giras y el apoyo de algunos paisanos, construyó la casa. No fue grande, pero fue digna. Tenía flores, un patio, y una cocina como la que ella soñaba. En el umbral, colocó una placa de madera donde talló con su propia navaja:

"Para Teodora, que me dio alas antes que pan. Aquí florece tu promesa."

Y en el jardín, cada amanecer, llegaban picaflores. Como si ella siguiera cuidando el hogar, invisible, alada, fiel.

V. El eco de los que se quedan

El día del entierro de Mamá Teodora, entre la bruma y espesura de la niebla, apareció un rostro olvidado por el tiempo: Juan.

El “Pichón” ya no era el niño de antes. Tenía los ojos cansados, la piel más curtida que nunca, y las manos callosas como un machete viejo. Había bajado del monte para despedir a la única mujer que alguna vez lo abrazó sin condiciones.

Cuando se abrazaron, Jacinto sintió que volvía a tener trece años, que estaban otra vez sentados bajo aquel nogal, cómplice de sus secretos y travesuras, compartiendo tortillas y canciones. No dijeron mucho. No hacía falta. En la mirada de Juan había un mundo. En la de Jacinto, otro.

—No me reconociste, ¿eh? —bromeó Juan, forzando una risa—. Ya no soy el “Pichón”, soy el gallinazo.

Jacinto lo abrazó fuerte, con ese temblor que solo se tiene cuando uno ha estado mucho tiempo lejos del hogar.

Esa noche, se quedaron en la nueva casa, junto al fogón encendido. Juan le contó su vida como quien pela una cebolla: capa por capa, con lágrimas inevitables. Que se fue a la costa. Que trabajó en fundos donde los patrones hablaban gritando. Que conoció la cárcel por una bronca mal entendida. Que amó a una mujer que lo dejó por un camionero. Que soñaba aún con tener un negocio propio, pero ya le dolían los huesos de tanto aplazar la vida.

—Tú volaste, hermano. Y yo me quedé escarbando tierra.

—Ninguno voló sin rasparse las alas —respondió Jacinto—. Yo también sangro, Pichón. Solo que disimulo cantando.

Se quedaron en silencio. El único sonido era el de las brasas, y un picaflor nocturno que revoloteaba cerca de las flores del jardín. Lo miraron como si fuera un augurio. Como si llevara en sus alas algo que ellos aún no comprendían.

Pasaron unos días juntos, caminando por esas trochas y pastizales de la infancia. La gente reconocía a Jacinto y le pedía que cantara. Él lo hacía, pero con menos entusiasmo. Sentía que cada nota que entregaba venía de un pozo más hondo, más oscuro.

—Antes cantabas como si volaras —le dijo Juan una tarde—. Ahora cantas como si cayeras.

Jacinto lo miró. Se quedó callado. Luego susurró:

—A veces siento que la fama me alejó de lo más sagrado. Que me perdí a mí mismo buscando que otros me encuentren.

—Entonces vuelve. No al pueblo, sino a tu centro. A lo que te hacía cantar con los ojos cerrados.

Fue una frase simple. Pero caló como cuchillo en agua. Jacinto supo que tenía que hacer algo. No podía seguir girando por escenarios sin alma, cantando en fiestas donde nadie escuchaba de verdad. Necesitaba volver a cantar para sanar, no para entretener.

Esa noche, escribió una canción que nunca grabó en estudio. Se llamaba “Regreso al Nido”. La letra hablaba de un niño que soñaba con alas, de una abuela que tejía estrellas, de un amigo con nombre de ave, y de una casa que florecía cuando ya nadie la habitaba.

La cantó solo una vez, en el patio, junto a Juan. No hubo micrófonos, ni público, ni luces. Solo la guitarra vieja del abuelo, la luna llena, el picaflor sobrevolando las orquídeas, y dos hombres que, pese a todo, aún sabían llorar.

VI. El canto que vuelve al silencio

Jacinto volvió a los escenarios, pero ya no era el mismo. Había algo en su voz que arrastraba más sombra que antes, una grieta apenas perceptible, pero profunda. Cantaba con los ojos cerrados más tiempo, como si necesitara ocultarse de algo, como si temiera que el público viera lo que se le estaba desgajando por dentro.

Empezó a decirle no al ruido del mundo. Rechazó contratos llenos de luces y falsas promesas, y se refugió en festivales pequeños, donde el aplauso todavía nacía del corazón. Prefería las peñas modestas, con olor a tierra y a café servido en tazas de peltre que parecían heredadas de abuelas. Allí, entre guitarras cansadas y miradas sinceras, volvía a sentirse vivo, lejos de los flashes, cerca del alma.

—El canto no es para el ego, es para el consuelo —le dijo a un joven cantante que le pidió consejos.

Pero el precio del cambio fue el silencio. De a pocos, los empresarios dejaron de marcar su número, las radios comerciales apagaron su voz sin despedida. Y aunque su nombre aún resonaba con respeto en los rincones donde la memoria sigue despierta, empezó a desdibujarse en el tiempo, como esas canciones que ya nadie canta pero que aún duelen. Se volvió leyenda antes de tiempo, envuelto más en la bruma de la nostalgia que en la luz del presente.

Una noche, tras un concierto en un pueblito perdido entre la niebla de nuestra sierra cajamarquina, Jacinto se quedó solo en la habitación de un hostal de adobe, de esos que crujen con el viento. Afuera, la lluvia golpeaba con furia, como si el cielo también tuviera algo que soltar. Con las manos frías, encendió una vela que apenas lograba vencer la sombra, y bajo esa luz cansada buscó consuelo en su libreta de letras, como quien abre una herida con ternura. Al hacerlo, una hoja suelta cayó despacio, como si el tiempo la soltara de a poquitos. Era una frase escrita por su abuela, años atrás, con esa caligrafía apagada por los años, como si la tinta también supiera que la vida se estaba yendo:

"El que canta con verdad, no muere. Solo se transforma en viento."

Jacinto no lloró. Ya no podía. Los ojos le ardían de tanto guardar lo que nunca se decía. Se acostó en silencio, apretando esa frase contra el pecho como si fuera un abrigo viejo, o una oración que aún dolía.

Esa madrugada soñó. Soñó que volvía a ser niño. Que corría por el monte con Juan, que la abuela le alcanzaba una mazamorra caliente, que el abuelo le mostraba un picaflor suspendido en el aire, quieto como si el tiempo lo esperara. Y él cantaba, pero sin boca. Era puro sonido. Puro espíritu. Un quinde hecho canto.

Días después, recibió la invitación para presentarse en Canchaque, en la fiesta patronal más importante del año. Sería el número estelar. Las radios locales lo anunciaron con entusiasmo: “¡Jacinto, el Quinde de la Sierra, ¡vuelve a su nido para cantar a los suyos!”

Aceptó sin pensarlo.

No por la fama. No por el dinero. Sino porque algo dentro de él lo empujaba con urgencia. Como si tuviera que cerrar un ciclo. Como si supiera, en el fondo, que esa sería su última gran presentación en su tierra.

Juan lo ayudó a preparar todo. Ensayaron en la vieja casa, entre fotos de la abuela y las plantas que aún florecían. Él afinaba la guitarra, y Jacinto probaba tonos, modulaciones, silencios. Pero lo que realmente preparaban no era un concierto. Era un acto de despedida.

La noche llegó. La plaza estaba abarrotada. Los cerros eran sombras quietas que miraban desde lejos. Las madres tejían mientras esperaban. Los niños corrían con serpentinas. Y los abuelos se acomodaban en los muros como quien espera un milagro.

Cuando Jacinto subió al escenario, el aire se volvió espeso. Llevaba un pantalón colorido, una camisa bordada con lentejuelas plateadas, y una guitarra prestada. No necesitaba más.

Antes de cantar, miró al cielo. Una estrella fugaz cruzó la bóveda oscura.

—Para ti, abuela —susurró—. Estoy cumpliendo mi parte.

Y comenzó.

Cantó como nunca antes. Con todas sus penas, sus muertos, sus raíces. Cada nota era una lágrima vestida de armonía. Cada palabra, un retazo de infancia. Cada pausa, un silencio lleno de ausencias.

Y fue entonces que ocurrió.

En la mitad del último tema, “Regreso al Nido”, un picaflor atravesó el escenario. Pequeño, iridiscente, inmóvil en el aire justo frente a él. La gente enmudeció. Nadie respiró. Y Jacinto, con los ojos húmedos, sonrió.

—Ya estás aquí.

No dijo más. Siguió cantando.

El picaflor no se fue. Quedó suspendido en el aire, inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido para sostener un último suspiro. No era un ave, no del todo. Era un temblor del alma, un eco del amor que no muere, un símbolo ancestral que la tierra andina ha escogido siempre para anunciar lo sagrado. Flotaba allí, como si el alma de la abuela —y la del abuelo también— se hubieran tejido en esas alas diminutas solo para volver una última vez, atravesando el velo de la muerte para contemplar a su retoño convertido en hombre.

En ese instante, Jacinto no era solo un nieto huérfano de abrazos, sino el hijo de una historia más grande: la de los que crecen con los pies descalzos sobre la injusticia, cargando ausencias heredadas, aprendiendo a resistir en el silencio de las chacras, en el lenguaje duro de las miradas que dicen todo sin decir nada. Allí, en el batir tembloroso de esas alas, se condensaba el duelo de generaciones enteras que dieron todo y recibieron poco, que trabajaron la tierra como si la esperanza pudiera sembrarse.

Y sin embargo, Jacinto no lloró. Porque el dolor ya era parte de su estructura, como una costura invisible en el alma. Porque quienes han vivido tanto despojo, ya no lloran como los otros: sienten más hondo. Aquel picaflor suspendido no era solo una visión íntima; era memoria viva. Un recordatorio de que el amor verdadero no muere, que quienes nos criaron en la escasez dejaron una herencia más poderosa que cualquier riqueza: la fuerza de seguir de pie, incluso cuando el mundo se cae encima.

VIII. Alas Contra el Olvido

Han pasado los años, y en Canchaque aún se escucha el eco de una voz que nació entre neblinas y se hizo canto. Pero Jacinto no se ha ido. Sigue vivo. Más vivo que nunca.

Vive en su andar sereno por los pueblos, en su canto que no envejece, en su mirada de niño que nunca dejó de soñar. Ahora tiene canas entre los rizos, y algunas arrugas surcan su rostro como caminos recorridos. Pero su voz… su voz sigue intacta. Dulce, firme, antigua y nueva.

Jacinto es prueba viva de que sí se puede.

Que se puede nacer entre el barro y los techos vencidos y, aun así, volar tan alto como las águilas reales. Que se puede crecer con hambre de pan y de cariño, y convertir esa falta en música, en consuelo, en luz para otros.

Él no olvida de dónde viene. Por eso vuelve siempre. A enseñar a los niños a cantar con el alma. A contar su historia sin vergüenza, como quien ofrece un mapa a los que aún buscan el camino.

Y en cada escuela humilde donde lo invitan, les dice con su voz pausada:

—No se trata de tener, se trata de creer. Yo nací sin nada, pero nunca dejé de soñar. Y eso el canto me dio todo.

Los niños lo miran como se mira a un héroe de carne y hueso. Porque Jacinto no es un mito. Es un hombre real, que sangró, que cayó, que lloró, pero que nunca se detuvo.

Hoy su nombre es ejemplo en muchas comunidades. No solo por su música, sino por su historia. Porque Jacinto no fue rescatado por la suerte, sino por la perseverancia. Porque eligió volar, cuando todo a su alrededor parecía condenarlo a arrastrarse.

Y en su casa de flores y memorias, donde aún huele a tortillas calientes y a infancia, Jacinto escribe nuevas canciones. Sueña nuevas melodías. Sigue creciendo. Sigue volando.

Y cada amanecer, cuando los rayos del sol se cuelan entre las ramas del cerro Mishahuaca, un niño señala un picaflor en el aire y grita:

—¡Ahí va Jacinto!

Y todos sonríen, porque lo saben:

Jacinto no se fue.

Jacinto se elevó.

Y mientras existan niños con hambre de alas, él seguirá volando.