“La leyenda del cerro Huando”

Nota Informativa
Mitos y leyendas de Canchaque
Mitos y leyendas de Canchaque

Fotos: Municipalidad Distrital de Canchaque

Municipalidad Distrital de Canchaque

28 de abril de 2025 - 12:06 p. m.

Prólogo
En los Andes del Alto Piura, donde el viento canta antiguos secretos y la piedra guarda la memoria del Sol, nace esta leyenda. No es solo un cuento, ni solo historia: es herida viva y palabra ancestral. Es canto de los cerros que aún no se rinden, rostro esculpido en la roca del tiempo, eco de una civilización que se niega a desaparecer.

Quien lea estas palabras, que no las lea como simple texto, sino como ofrenda. Como fuego. Como viento. Que recuerde que, en estas tierras, hasta el silencio habla, y que, en lo más alto, aún vigila el rostro del último Inca.

El Cerro Sin Cruz

Cuentan los ancianos que, en épocas de la Colonia, a cada cerro se le impuso un nombre ajeno. A cada altura sagrada, un bautismo sin alma. Los antiguos guardianes de la tierra —los Apus— fueron marcados como bestias: cruz en la frente, capilla en el lomo, olvido en el nombre.

La fe extranjera no pidió permiso. Llegó con espada en una mano y dogma en la otra. Y donde antes se encendía coca y canto, se alzó la campana. Donde danzaba el viento entre piedras vivas, el silencio se volvió doctrina.

Todos los cerros del Ande Alto Piurano llevan hoy esa marca: una cruz misionera clavada en la mollera, como cicatriz del dominio, como herida abierta de una fe impuesta. Todos... menos uno.

El Huando.

Ese cerro nunca se arrodilló. Ni ante dios extranjero, ni ante pólvora, ni ante decreto. Bravo como cóndor que no cae, altanero como jaguar sin cadena, inconquistable como la memoria que se niega a morir.

Desde siempre fue distinto. No aceptó cruz, ni campana, ni piedra bautismal. Rechazó la mano que quiso marcarlo como ganado. Escupió su furia en forma de derrumbes. Rugía en la piedra, respondía al paso del invasor con truenos de tierra.

Decían que “jacaba feo”. Que a quienes no le mostraban respeto, los volvía orientos. Decían que tenía alma de Inca.

Y tal vez tenían razón.

Porque hay cerros que son más que tierra. Son historia. Son sangre. Son memoria petrificada que aún late.

Y el Huando… el Huando, desde entonces, no fue solo un cerro. Fue una advertencia. Fue una promesa. Fue una herida que nunca cerró.

La Resistencia del Apu Moro

Cuando llegó el tiempo de abrir camino hacia Huancabamba, la tierra habló con voz de trueno.

Los ingenieros, forasteros en espíritu y palabra, señalaron el corazón del cerro.

—Hay que abrirlo —dijeron.

—Hay que cortarlo —dictaron.

Y llegaron con dinamita.

Y con hombres de casco, manos callosas y bocas sin canto.

Pero el Huando no se entregó.

No se dejó partir como piedra muda.

Rugió.

Desde sus entrañas brotó el eco de los antiguos.

Cada golpe de metal fue devuelto con retumbos.

Cada herida provocó una avalancha.

Piedras grandes como casas rodaban cuesta abajo, como si un dios sediento de justicia las lanzara con furia contenida.

El cerro no era solo tierra. Era cuerpo.

Era memoria.

Era indignación milenaria.

Los trabajadores hablaban en susurros.

Decían que “jacaba feo”, que algo dentro del monte se quejaba, se resistía.

Algunos soñaban con serpientes de fuego, otros, con un rostro tallado que los observaba en silencio. Uno perdió la razón, otro, simplemente… desapareció.

Entonces, alguien recordó lo que los abuelos siempre decían:

—Huando no es cerro cualquiera. Ahí vive un espíritu viejo, uno que no quiere ser olvidado. Si lo provocas, se defiende.

No bastaron los explosivos.

No bastó la voluntad de hierro.

El cerro no quería el camino.

Y lo dejó claro.

La decisión ya no fue técnica. Fue espiritual.

Llamaron entonces a los chamanes, seres místicos, descendientes de los antiguos Mihskas: sabios nacidos entre quebradas y Sitanes, guardianes de una ciencia sin papel ni tinta.

Sabían hablarle a la tierra.

No con imposiciones, sino con coca, fuego y silencio.

Subieron de noche, cuando la luna era un disco de plata suspendido sobre el abismo. En sus manos llevaban achupallas frescas, ramas de chilca aromática, q’eros rebosantes de chicha, aguardiente y ceniza de los ancestros.

Formaron un círculo frente al cerro.

Encendieron el fuego.

Cantaron con voz ronca y antigua.

Ofrecieron palabras que no eran súplica, sino diálogo entre iguales.

No pidieron permiso con miedo.

Lo hicieron con respeto.

Con memoria.

Con orgullo.

El más anciano de ellos apoyó su frente contra la roca y murmuró:

¡Oh Apu eterno, hueso de la tierra, guardián del fuego antiguo, no venimos a herirte ni a someterte!
¡Traemos la voz de los que aún recuerdan el idioma del rayo y del cóndor, la sangre que aún canta con los pulsos del Sol!
¡Escucha, cerro sin cruz, padre sin bautismo: no hemos venido a conquistarte… sino a despertarte!
La tierra guardó silencio.

Solo por un instante.

Y eso fue suficiente.

A la mañana siguiente, los hombres volvieron a trabajar. El camino pudo abrirse, pero el Huando no se rindió. Solo escuchó.

Solo aceptó… porque entendió que aún quedaban hijos suyos que sabían cómo hablarle.

El Último Inca

La noche en que los sabios Maestros —hijos de los Mihskas antiguos— conjuraron la furia del cerro, la tierra tembló.

No fue un sismo.

Fue un estremecimiento breve, hondo, como si algo muy antiguo —más allá de la piedra, más allá del tiempo— despertara de su largo sueño.

Y entonces, el recuerdo se abrió… como grieta.

No era solo un temblor.

Era memoria.

Era eco.

Porque siglos atrás, en otra tierra, en otra celda de piedra, Atahualpa —hijo del Sol, soberano del Tahuantinsuyo— esperaba su destino.

Treinta años de vida.

Y sobre sus hombros, el peso de un imperio hecho polvo y canto.

Los muros de Cajamarca escucharon sus últimas palabras.

Él vio la codicia en los ojos de sus captores: un hambre de oro que ni su dios entendía.

Entonces habló.

Con voz de realeza, con dignidad intacta:

Llenaré una habitación con oro hasta donde alcance mi brazo, y dos más con plata, denme mi libertad. Devuélvanme el cielo.”

Y el Imperio respondió.

Desde todos los confines del Tahuantinsuyo corrieron los chasquis.
Partieron mitimaes.

Ofrendaron los curacas.

Los templos se vaciaron de su brillo.

La fe de un pueblo fue fundida en lingotes sin alma.

Pero lo mataron.

Lo acusaron de crímenes sin juicio: idolatría, poligamia, fratricidio. Pero su verdadero pecado fue no nacer vencido.

Fue no doblar la rodilla.

Le ofrecieron la cruz a cambio del fuego. Y él aceptó, no por devoción, sino por amor a los suyos.

Lo llamaron Juan. O Francisco. O ningún nombre verdadero. Y lo mataron con el garrote, como si eso fuera piedad.

Pero la muerte no bastó.

Porque cuando su cuerpo cayó, su espíritu no se apagó.

Voló.

Como cóndor herido.

Como jaguar sin selva.

Como trueno sin cielo.

Atravesó siglos.

Surcó montañas.

Buscó refugio.

Y lo encontró en lo alto del único cerro que aún resistía.

Huando.

El Apu sin cruz ni campana, el cerro que nunca se arrodilló. El que aún guardaba el eco de los Mihskas, que conocía las ofrendas de chilca, que hablaba el lenguaje del rayo y del fuego.

No en cuerpo.

No en carne.

Solo el rostro.

El rostro del último Inca se esculpió en piedra.

No por manos humanas, sino por el tiempo, el viento y la voluntad silenciosa de la tierra misma.

Y desde entonces… vigila.

El Huando no olvida.

Y el Inca… aún espera.