Los Mishkas y sus Plantas Sagradas: El legado oculto de los chamanes Ancestrales

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Sección cultural
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Fotos: Municipalidad Distrital de Canchaque - Imagen Referencial

Municipalidad Distrital de Canchaque

13 de marzo de 2025 - 4:40 p. m.

RELATOS TOMADOS DE GIOMAR BOBADILLA

Los Andes alto piuranos han sido, desde tiempos inmemoriales, el umbral entre dos mundos: el tangible y el invisible, el de los vivos y el de los espíritus. En estas tierras de nieblas eternas y susurros ancestrales, habitaron los Mishkas, una enigmática estirpe de orejones, sacerdotes y guardianes del conocimiento esotérico. No eran meros chamanes; eran tejedores del destino, interlocutores de los dioses y artífices de la comunión entre la Pachamama y el espíritu humano.

Se asentaron en la parte baja del místico pueblo de Canchaque, en la sombra perpetua del imponente cerro Mishahuaca, su Apu supremo, la deidad tutelar que les susurraba secretos a través del viento y les confería el don de lo inexplicable. En su regazo y en los peroles sagrados que aún hoy desafían el tiempo, los Mishkas dieron vida a rituales imperecederos y cultivaron la más sagrada de las plantas: la Misha, semilla de lo divino, médium entre este mundo y el otro.

Se dice que fue el propio cerro, desde sus entrañas primigenias, quien les entregó su regalo más arcano. La Misha no era una simple planta; su esencia albergaba el poder de la transmutación. Quienes la consumían, dependiendo de la pureza de su alma y el don conferido por los dioses, podían asumir formas distintas: un lobo de ojos centelleantes, un gato de sombras, un ave de fuego o un león de colmillos de luna. Sus cuerpos físicos eran apenas un velo frágil ante la fuerza de la Misha. A través de sus rituales, los Mishkas cruzaban los umbrales del tiempo, de la carne y de la razón, adentrándose en dimensiones prohibidas para el hombre común.

Muchos creen que el curanderismo, el esoterismo y la chamanería nacieron en las enigmáticas lagunas de las Huaringas, en Huancabamba. Pero la verdad, oculta en el viento y las piedras, señala a Mishahuaca como el primer altar de lo sagrado, el punto exacto donde la realidad se diluyó en el misterio. Allí, la fama de los Mishkas se extendió hasta los confines más remotos del Tahuantinsuyo, atrayendo a reyes, guerreros y sabios en busca de conocimiento y sanación. Se cuenta que el propio Inca Pachacútec, en cada solsticio de verano, cruzaba las montañas por los senderos de sus ancestros para ser bañado en las lagunas de las Huaringas, buscando en las aguas sagradas las respuestas a los enigmas de su destino.

Pero los Mishkas, como todo lo arcano, desaparecieron un día sin dejar rastro. Algunos afirman que fueron exterminados por los huancapampas, borrados por la violencia del tiempo y la guerra. Sin embargo, hay quienes susurran que no murieron, sino que trascendieron. Se dice que en la última noche de su existencia terrenal, los sacerdotes más poderosos se reunieron en torno a sus plantas sagradas y, en un último conjuro, quebraron las ataduras de la carne y atravesaron el velo de lo material, abriéndose paso hacia un mundo paralelo, un universo de sombras y destellos ocultos a la mirada profana.

Hoy, el misterio de los Mishkas sigue vivo en el aire frío de las montañas y en los ecos de sus ritos olvidados. Se cree que desde su exilio etéreo vigilan a aquellos que han sido elegidos para heredar su legado. A través del agua de las Huaringas y el espíritu de la Misha, aún susurran a los iniciados los secretos de su antigua magia. Y cuando la luna se alza en su cenit, cuando la brisa murmura nombres que nadie recuerda, es posible que los Mishkas caminen entre nosotros, invisibles, esperando el momento en que su verdad deba ser revelada una vez más.