El demonio de los insestos
Nota InformativaHistorias de Canchaque

6 de febrero de 2025 - 7:49 p. m.
Las montañas de Canchaque han sido testigos de relatos que flotan en el aire denso de la sierra del Alto Piura, susurros que se deslizan entre la neblina como presagios de lo inminente. Desde tiempos ancestrales, estas tierras han sido custodiadas por fuerzas que trascienden la razón; espíritus guardianes, sombras errantes y, entre ellos, la entidad cuyo nombre apenas se murmura: la Shingaya, el espectro que acecha a los que han quebrantado el orden sagrado del linaje.
Corrían los años en que la superstición gobernaba más que la razón y los brujos eran los sabios de los pueblos. Mi abuelo, un curandero respetado, solía contar que cada familia tenía secretos, pero algunos eran tan oscuros que llamaban a fuerzas innombrables. Yo, incrédulo como era en mi adolescencia, pensaba que las historias de aparecidos y demonios no eran más que cuentos de fogata. Pero una noche, una sola noche, bastó para abrirme los ojos a horrores que habitan entre nosotros.
La luna colgaba sobre los cerros vivos, como un ojo vigilante, proyectando su luz fría sobre aquellos senderos húmedos. El aguardiente corría en las gargantas de los muchachos, en las afueras de Canchaque, en el entonces incipiente barrio San Martín, en esas invernas donde todos los viernes nos reuníamos con los amigos para beber y contar anécdotas de infancia. A mi lado estaba Juan, mi amigo de toda la vida, un muchacho delgado y de mirada huidiza, cuyos silencios parecían pesar más que cualquier palabra. No lo sabía entonces, pero su destino ya estaba marcado por fuerzas que se habían tejido mucho antes de su nacimiento.
Cuando la medianoche se posó sobre nosotros como un sudario, el aire cambió. Un silencio espeso se extendió como una sombra sobre la reunión. Los búhos, eternos centinelas de los cerros, callaron súbitamente. Mi burra, vieja y testaruda, comenzó a rebuznar con un pánico visceral. Un escalofrío reptó por mi espalda.
—Es hora de irnos, Juan —dije, con el corazón apretado en el pecho.
Sin decir palabra, nos pusimos en marcha. La niebla danzaba entre los árboles, formando figuras que parecían extender sus brazos hacia nosotros. Mis pasos resonaban en la tierra húmeda como si el mismo suelo exhalara advertencias y el camino, siempre familiar, se tornaba extraño, como si no lo hubiese recorrido nunca antes. Entonces, la vimos.
Dos brasas encendidas flotaban en la penumbra, mirándonos desde la espesura. El hedor a azufre y carne podrida nos golpeó con violencia. La criatura emergió del velo nocturno con su andar torcido y maligno, sus patas de cabra rasgando la tierra, sus garras brillando bajo la luz de la luna. La Shingaya. Aquella que se lleva a los marcados por el pecado de su linaje.
Juan cayó de rodillas, su cuerpo sacudido por convulsiones. De su boca brotó un murmullo incomprensible, un sonido primitivo que no era suyo. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban un horror antiguo. Yo intenté gritar, pero un peso invisible me oprimía el pecho. La Shingaya se acercó con un movimiento sinuoso, extendiendo su hedor sobre nosotros, como un manto que reclamaba lo que le pertenecía.
En ese instante, algo se rasgó en la realidad. Desde el abismo de la noche, una presencia distinta se alzó con furia. Era mi abuelo. No en carne y hueso, sino en espíritu. Su voz, antigua como las montañas, resonó en el aire cargado de energía. En su trance, había visto nuestra desgracia y había invocado fuerzas que ningún hombre sensato osaría nombrar. Su silueta se materializó entre la niebla, envuelta en el aroma a hojas de ruda y copal ardiendo. En una mano, sostenía una espada de plata; en la otra, la ofrenda de mishka, coca y tabaco a los espíritus protectores de la sierra.
La batalla fue brutal. No con armas, sino con el poder que emana de aquellos que dominan los secretos del mundo invisible. Mi abuelo y la Shingaya lucharon en un plano que mis ojos apenas podían comprender. Él invocó a los ancestros, a los guardianes de los cerros, de las lagunas sagradas, a las sombras benevolentes que aún velan por la sangre de los suyos. La criatura rugió, sus ojos ardieron con la furia de mil condenados. Pero mi abuelo resistió, su cuerpo espiritual vibrando con el eco de antiguas mesadas y pactos sellados con la misma tierra.
Con un último esfuerzo, mi abuelo nos arrancó del umbral de la muerte. Nos llevó a casa, donde caímos como cadáveres en el suelo de tierra apisonada. A la mañana siguiente, mi madre nos encontró. Juan temblaba, su boca espumaba como si aún peleara contra sombras invisibles. Mis ojos estaban inyectados en sangre, mi piel helada como la muerte misma.
Desde aquella noche, Juan se fue apagando. Su carne se pegaba a sus huesos como si algo dentro de él lo devorara. Y un día, simplemente, murió. Fue entonces cuando mi abuelo me reveló la verdad. Juan nunca tuvo un padre que lo reconociera. Sus padres habían sido hermanos. Un pecado sellado en su sangre, un vínculo maldito que había atraído a la Shingaya desde su nacimiento. La criatura lo había reclamado y, al final, lo obtuvo.
Desde entonces, el eco de aquella noche aún me persigue. A veces, en la quietud de la madrugada, siento su hedor arrastrándose por los rincones oscuros de mi casa. Y cuando cierro los ojos, aquellos dos fuegos rojos me observan desde la penumbra, aguardando el momento en que vuelva a cruzarme con la sombra de la Shingaya.